Él creía que si miraba a la gente como si supiera a qué había ido, los monstruos serían más amables y habría menos posibilidades de que alguno le preguntara porqué se había levantado esa mañana.
Se alegraba de no haber dormido esa noche, porque no necesitaba encontrar una razón para levantarse, solo una para no acostarse, y eso era treméndamente fácil. Había tantas razones para no acostarse, y eran todas suyas. Estaba dispuesto a deshacerse de todo lo demás, pero no de sus razones, pasó mucho tiempo conquistándolas una a una para metérselas en los bolsillos, demasiado como para repetirlo todo, era una de esas cosas que solo estaba dispuesto a hacer una vez, las cosas ya se repetían suficientes veces y su reloj ya tenía bastante con marcar las mismas horas una y otra vez.
Por eso siempre evitaba a la gente que le preguntaba por ellas, si no sabían de su existencia, no se las podrían robar.
Las que más le gustaban eran esas, las suyas, las razones para no acostarse, eran mucho más apetecibles que las razones para levantarse, siempre tan respetables y acusadoras, eran las que te señalaban con el dedo de la culpabilidad si apagabas el despertador, eran unas zorras. Las suyas no, las suyas eran divertidas, tranquilas, algunas psicotrópicas, otras comestibles, no tenían prisa, y él tampoco.
Se sentía horrorosamente orgulloso de sus razones, pero no le importaba en absoluto gastarlas cuando era necesario, y cuando no lo era también, no tenía miedo de repetirlas, ni le faltaban ganas de hacerlo, ni le daba pena tirárselas a las cara a los monstruos cuando no se portaban bien.
Y quiere que sepas, que si salió alguna vez contigo, siempre fue para hacer gilipolleces.
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